Pamela Díaz-Romero
Con posterioridad a las masivas manifestaciones de mujeres que se autoconvocan cada 8 de marzo para conmemorar el día internacional de los derechos de las trabajadoras, abundan en redes sociales reflexiones críticas sobre el uso mediático de cuerpos femeninos como protagonistas de la acción política durante las movilizaciones.
Desde distintas tribunas, voces –muchas veces masculinas- con mayor o menor resonancia nos dicen que manifestarse está bien, pero no así, que es tan vulgar, feo o hasta agresivo. Que “las feministas de antes” o “las verdaderas feministas” no necesitan sacarse la ropa para reivindicar sus derechos. Que esa fórmula disonante o antiestética es innecesaria, tanto como el separatismo de algunas convocatorias, que inhibe a potenciales aliados de la causa sumarse.
Lo mismo deben haber dicho ciertos revolucionarios franceses ante las adherentes de las reivindicaciones de la escritora y activista Olympe de Gouges, sistematizadas en su Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana que, junto a su defensa de la abolición de la esclavitud, terminaron costándole la cabeza en 1793, terminando así con ese mal ejemplo. Ampliamente documentado quedó lo desagradable y violento que fue para académicos y estudiantes la presencia de las primeras mujeres en entrar a las aulas universitarias a mediados del siglo XIX. No menos incómodas resultaron para representantes electos y ciudadanos con derechos políticos las escandalosas suffragettes a comienzos del siglo XX, dispuestas como estaban a infringir la ley para extender a las mujeres el derecho a voto.
Inmorales (cuando no criminales) resultaban las activistas en favor de los derechos sexuales y reproductivos en los 60. Exageradas, otra vez agresivas y poco dialogantes han sido algunas de las etiquetas con las que se ha descalificado la movilización contra las múltiples formas que asume la violencia de género, central a las reivindicaciones de las representantes de la cuarta ola feminista. Comparten con sus antecesoras haber sido tildadas de radicales, sabiendo que en la historia muchas han pagado con la vida o la exclusión su atrevimiento.
Pero es justamente la violencia sobre el cuerpo femenino lo que sitúa la lucha por la autonomía y plena soberanía sobre él como uno de los temas centrales en el feminismo moderno, tanto desde el punto de vista reproductivo como sexual.
No olvidamos que nuestro cuerpo desnudo, el de las mujeres, ha sido usado como ofrenda de paz, regalo para sellar alianzas políticas, moneda de cambio, trofeo de guerra, producto de consumo. La imagen de la desnudez del cuerpo objeto impuesta por otro y para otro, el dueño, el vencedor, el comprador, es la más radical y violenta de las dominaciones. Tomar el control de la propia desnudez es sin duda una insubordinación. Incomoda, molesta y agrede a ese sentido común que antes normalizó sin problematizar el cuerpo objeto.
Contrariamente a lo que se critica desde la tribuna, ver en la marcha tanta mujer apropiada de su propia desnudez, luciendo escotes, lencería o piel con libertad y sin miedo fue para muchas otras -más vestidas o no- sanador y esperanzador. Porque ser mujer y tener miedo de lo que otros puedan hacerle o gritarle a tu cuerpo es cotidiano, se vive cada día en la calle, el transporte, el ascensor, el baño público. Es la experiencia cotidiana de las escolares esperando el bus o dentro del metro, estirando el jumper y usando la mochila como escudo contra sujetos anónimos que las rozan o aprietan con mínimo disimulo; de las transeúntes cambiando de vereda para evitar al grupito masculino de la esquina o apurando el paso porque alguien viene atrás; de mujeres de todas las edades y colores despidiéndose después de una junta nocturna con un “avisa cuando llegues” porque la noche es peligrosa si eres mujer.
Es cierto. Tener el control de nuestro propio cuerpo, desnudo por voluntad y placer (no por necesidad, por obligación, para amamantar, por trabajo…) es la autonomía más radical aún en nuestros días. Quienes la ejercen amparadas por la marea lila de las movilizaciones de mujeres siguen la huella de otras que antes debieron radicalizarse para hacer visible la discriminación y la desigualdad que, como antes, no incomoda a quienes no la sufren como sí les incomoda su denuncia.
Es la historia del movimiento de mujeres tener que confrontar el poder que subordina y excluye al género femenino, sacudiendo los sentidos comunes, interpelando sus verdades y transgrediendo las normas que lo reproducen. Por cierto, los avances que hemos alcanzado dan cuenta de la importancia en la consolidación de nuestros derechos de teóricas, académicas, funcionarias, políticas, pero especialmente de activistas dispuestas a “poner el cuerpo” para romper techos, saltar muros (o torniquetes) y abrir caminos para las que venimos detrás.
Son las fisuras que dejan sus acciones, siempre criticadas, las que tensionan un sistema armado para mantener el statu quo, cuyo cuestionamiento es indispensable para avanzar instalando desde ahí nuevos discursos, ampliando argumentos, construyendo alianzas. Sería ingenuo pensar que, sin ellas, sin sus cuerpos en las calles estaríamos inaugurando en Chile el primer gobierno que se autodenomina feminista, inimaginable hace solo 4 años, cuando el “Mayo feminista” se tomaba las universidades con capuchas y torsos desnudos.
La historia juzgará, pero hoy tienen todo mi respeto y admiración. Porque antes sentimos y ahora sabemos que todas merecemos ir por la calle con o sin ropa y sentirnos libres, no valientes.
* La imagen es de Santiago Sito